Comentario
De las razones para hacer la guerra y manera de hacerla
Los mexicanos tenían guerra perpetua en contra de los tlaxcaltecas, michoacanos, guatemaltecos, panucinos, y otras naciones limítrofes pero no sujetas al imperio; ya sea que eso se hiciere para que los soldados se acostumbraran a los trabajos y a la guerra, y no entorpecieran por el ocio y la pereza; ya sea porque como se mostraban eximios en el valor bélico, cautivasen por la fuerza los que inmolarían a los dioses; ya sea para que (y esto parece lo más verosímil) dilataran por todas partes su religión y su imperio. Además hacían la guerra muy a menudo a los que mataban a los embajadores, o les hacían alguna otra injuria, o despojaban a aquellos que viajaban para comerciar con extranjeros. Expuesta antes al pueblo la justa obligación de la guerra, y explicadas las causas de tomar las armas, eran llamados al Consejo los ancianos y las mujeres muy viejas, las cuales son vivísimas entre estas gentes y a menudo pasan de los doscientos años, para que recordando las guerras pasadas opinaran sobre las que estaban por hacerse. Era la costumbre que dos jefes supremos fueran elegidos, en esa ocasión para permanecer en la ciudad y enviar a los que tenían que pelear cuerpo a cuerpo, refuerzos y comestibles y todo aquello que se juzgara que necesitaría el ejército y para que proveyeran que la guerra se hiciera y se terminara conveniente y provechosamente. Y como segundos de éstos, otros dos que condujesen los soldados y los mandasen y después de éstos, otros magistrados aptos para la milicia eran elegidos. Además otros dos que el rey designaba en secreto, para que si acaeciera que los jefes se echaran de menos en la lucha o murieran de cualquiera enfermedad, o cumplieran con su deber más perezosamente de lo que convenía, una vez muertos o expulsados, los otros fuesen puestos en su lugar. Anunciada ya la expedición enviaban embajadores a los enemigos para que pidieran la devolución de lo robado y exigieran una justa compensación por los varones matados, y les advirtieran que franquearan la entrada en sus templos a los dioses mexicanos y los adoraran con los patrios. De otra manera que supieran que habían de ser enemigos acérrimos de ellos y que les harían una guerra atroz, a fuego y espada. Estimaban en verdad indigno del calor mexicano, tomar las armas a modo de traidores en contra de los inermes y no prevenidos, pero si éstos pedían perdón, si devolvían lo robado, enviaban presentes y admitían a Hoitzilopuchtli y otros dioses mexicanos entre los patrios, hacían alianza con ellos; siempre sin embargo que pagaran un censo o una contribución cualquiera al rey de los mexicanos. Pero si respondían que estaban preparados a morir por sus dioses, altares, hogares y patria, a repeler cualquiera fuerza que se les hiciera y a oponerse a los que querían devastar su país y sus lares, entonces eran enviados sobre la marcha quienes se encargaran de los víveres de todo género que tenían que conducirse a las vías públicas, porque tenían en gran parte que penetrar en lugares desiertos y destituidos de pueblos y de frecuentación humana; debido a aquel cuidado y providencia, cuando ya los soldados y el mismo ejército caminaban, almacenaban estas cosas de todas partes en casitas bajas [jacales], como las que acostumbraban, edificados con admirable celeridad, y que llenaban con numerosos hombres e increíble cantidad de víveres. También eran preparados con artificio estanques llenos de las clases de bebida acostumbradas, donde los soldados pudieran saciar al paso su sed y extinguir y aliviar el calor y cansancio del camino. Había además unos jarros de su país flotando en las mismas aguas, con los cuales sin demora y sin vacilación alguna pudieran rehacerse y restaurarse. El ejército marchaba en maravilloso silencio y orden, no sin la vigilante solicitud y cuidado de avanzadas, quienes, examinados y explorados los lugares al derredor, aclaradas y descubiertas las incursiones fraudulentas y súbitas de los enemigos, miraran por la seguridad de todo el ejército. Mandaban sobre todos los demás, cuatro jefes respetabilísimos entre todos y los que más valían por la autoridad y el consejo; tenían el derecho supremo de los asuntos que suelen pertenecer a los senadores. Estos mandaban que fueran muertos los soldados convictos de culpa capital a golpes de clava, en algún lugar público, donde yacentes con las cabezas cubiertas con los escudos y vistos por todos, causaran terror a los demás. A los varones nobles les exponían ejecutados en las vías públicas, con lo que se habían robado encima de ellos. Cuando por fin ya se había llegado a avistar al enemigo, daban grandes gritos para aterrorizarlo y establecían sus reales en algún lugar muy oportuno y seguro. Después, dada la señal, llamaban al enemigo a una conferencia a la que concurrían dos o tres de ellos y otros santos mexicanos, los cuales les aconsejaban que se rindieran al sumo emperador y que viesen por su vida, que salvasen sus cosas y que no permitiesen experimentar el valor de hombres fortísimos para su magna ruina y desastre. Todas estas cosas eran trasmitidas a los próceres de los adversarios y a los jefes del ejército enemigo. Regresaban y negábanse en nombre de ellos a hacer lo que se les exigía, se burlaban de la soberbia y de la embajada de los enemigos y se esforzaban en hacerlos desistir con amenazas audaces. Después de retirado cada grupo a su ejército, los mexicanos otra vez y con más vehemencia proferían en clamores ululantes y en silbidos y llenaban todo con el estrépito del toque de los clarines y del tumulto bélico para infundir miedo a los enemigos y ponerlos, si se pudiera, en fuga con amenazas atroces. Lo que si se hacia dos o tres veces como era la costumbre, y no cedían sino que perseveraban en defenderse y en resistir [los mexicanos] levantaban una pira entre uno y otro ejército y quemaban una enorme cantidad de papiro y de incienso patrio, lo cual era indicio de proseguir la guerra sobre la marcha y de fierro y de sangre y de irrumpir con todo ímpetu contra el enemigo. Pero éste, pisoteando y dispersando el fuego, significaba que del mismo modo que los carbones serían dispersados los adversarios, y así el día siguiente se daba batalla campal y se entremezclaban las banderas. Entre tanto se alcanzaba la victoria, que rara vez se perdía, aun cuando a menudo quedaba dudosa, de acuerdo con la naturaleza del lugar y la fortaleza del enemigo o su fortuna, la que suele dominar principalmente en cosas de la guerra. Si acontecía que vencieran y subyugaran al enemigo y expugnaran las ciudades que sitiaban y las sometieran al Imperio Mexicano, los próceres cautivos eran ofrecidos al rey para que les impusiera el castigo que quisiera, y los jefes pertenecían a los jefes del ejército victorioso, para que si así les parecía fuesen matados inmediatamente o si más les placía, fuesen reservados para ser inmolados a los dioses e otra ocasión. Cuando ya se retiraba el ejército y se licenciaba a los soldados para que volviesen a sus ciudades o a su domicilios, era designado el más digno de los próceres par que permaneciendo con la fuerza militar que se considerar bastante, resguardara la ciudad o región expugnadas y la vigilara hasta que apaciguados todos y nombrado gobernador, volviese por fin a su patria. Entretanto se imponían tributos, los cuales se dividirían entre los reyes de México de Texcoco y de Tlacopan, a prorrata de las fuerzas y gastos con que cada uno hubiese contribuido, si los otros habían proporcionado auxilios al mexicano, pero la jurisdicción según lo pactado, sólo al mexicano pertenecía. Las leyes que en el ejército se guardaban religiosamente eran éstas: el militar que revelaba lo que el general se propusiese hacer, era castigado como traidor a la patria con muerte atrocísima, a saber: se le cortaban los labios superior e inferior, las narices, las orejas, ambos codos y los pies, el muerto era distribuido para que se lo comieran a las cohortes por barrios, para que a nadie se ocultara sentencia tan severa. Sus hijos y consanguíneos y otros que fueran cómplices de la traición o hubieran tenido conocimiento de ella, eran sometidos a esclavitud perpetua. A los militares se les prohibía beber vino en lo absoluto y sólo era lícito usar la poción que se preparara de cacao o de maíz o de géneros semejantes de semillas, que no se suben a la cabeza. Se fijaba un día determinado para la batalla, la que en su mayor parte se daba entre los campamentos permanentes de ambos ejércitos, en un espacio llamado quauhtlalle, o sea "apto y designado para la guerra", y que era tenido por sagrado. El general mexicano, desde donde estuviera, daba la señal de precipitarse con ímpetu en contra del enemigo con un caracol o corneta que tocaba con su propia boca y el Señor de Texcoco con un pequeño tambor que llevaba colgado de los hombros, tal cual nosotros lo vimos en Texcoco, preservado con grandísimo respeto con las vestiduras y demás ornamento bélico de Necahoalcoyotzin y Necahoalpilcintli, reyes de Texcoco, y el que cuidamos de reproducir, como otras cosas, con un dibujo exacto. Los otros próceres daban la señal con huesos de pescado y si se tocaba a retirada acostumbraban a dar la señal del mismo modo. Si el estandarte real era echado por tierra, inmediatamente todos dando la espalda se ponían en fuga, porque tenían por seguro que aquél era cruel presagio y certísimo indicio de su exterminio. No recordaré ahora los ritos de otras naciones; difiero su narración para su lugar. Todos llevaban colgadas espadas de piedra de los brazos, y a veces simulaban la fuga para derrotar con mayor ímpetu a los enemigos que se precipitaran temerariamente; los cuales era más preclaro cautivar vivos y reservar para matarlos en los altares que acabarlos en el mismo conflicto. No era permitido poner en libertad a ninguno de los cautivos, aun cuando pagara rescate y fuera donado por el magistrado militar. El que conducía consigo cautivo a la ciudad a un jefe o a uno de los principales varones, era tenido en gran aprecio y adornado con hermosísimos dones. El que daba la libertad al cautivado en la guerra o se lo regalaba a otro, pagaba con la cabeza, porque en verdad era advertido por la ley que cualquiera de los militares que cautivara enemigos los inmolara a los dioses. El que se robaba un esclavo era castigado a muerte, por impuro y sacrílego y que usurpaba algo de aquellas cosas que pertenecían a los dioses o al valor ajeno. Se mataba también al que robaba armas a su Señor, o a los jefes de la guerra, u otras cosas que pertenecieran a la milicia, porque se tenía como agüero adverso y presagio de victoria de la facción contraria. No era permitido a los hijos de los próceres andar por la ciudad adornados con penachos de plumas, correas de cuero, vestidos preciosos, caracoles, collares u otros ornamentos hermosos de oro hasta que exhibieran una prueba de su valor bélico, con algún enemigo vencido o muerto. Y no se saludaba primero al victorioso que al cautivo incólume congratulando todos sin embargo al victorioso como triunfador y que había ganado claros trofeos. Después le era permitido adornarse con lo que quisiera, llevar penachos en la cabeza de plumas preciosas y varias y atar los cabellos en el vértice con correas de piel de tigre teñidas de grana, lo cual era indicio preclaro de ánimo intrépido y de eximia fortaleza.